Como negándose a asimilar la revelación sagrada que acababa yo de pronunciar, mirome con sus ojos tan azules como asépticos y musitó unas extrañas palabras en una jerigonza indescifrable. Los ojos de la congregación de heresiarcas presente se fijaron en él, en mí, en ambos, como si siguieran con fervor una partida de pingpong entre dos fantasmas venidos a menos.
Dejó a medias su ración de ubres de cabra rellenas de callos de cordero, levantose de la mesa, fue hacia la puerta y girando aquellos pomos con forma sugerente de seno, se fue dando un portazo; mientras, yo permanecia callado, estoico, frente a las miradas de los congregados.